Opinión

¿Reprimir es un derecho, protestar es un delito?

En una sociedad como la nuestra, hoy, podemos decir que gozamos de muchas libertades, que fueron ganadas antaño a raíz de protestas y revoluciones, pagando precios altos como la vida misma. Dejamos de ser esclavos, luego de ser colonia, luego de ser esclavos nuevamente de los dueños criollos de las tierras antes liberadas. Las protestas crearon leyes y las leyes equilibraron un poco la balanza. Con el paso de los años las protestas descentralizaron el poder mil y una vez, y lo seguirán haciendo, achicaron la brecha entre ricos y pobres, mil y una vez, y seguro lo seguirán haciendo.

Por esa razón, porque es historia pura, porque es País, porque es Estado, la protesta nunca debe ser estructurada, no debe ser coartada, mancillada.

Parafraseando a un periodista amigo, les puedo asegurar que en toda época, en todos los lugares, el poder gobernante siempre quiso institucionalizar la protesta. Los motivos son claros y redundantes, el poder tiende a perpetuarse y, sin protesta, el objetivo es asequible.

El caso es que el gobierno de turno, como para no perder las viejas costumbres, ratificó recientemente un procedimiento para controlar la protesta, el llamado Protocolo de Actuación para Manifestaciones. No es nada nuevo, como dije antes todos los gobiernos previos los hicieron, de forma más o menos legal pero nunca legítima.

¿El motivo o excusa? Es una respuesta al pedido del «pueblo», de transitar libremente por todo territorio argentino, sin cortes de avenidas, ni calles, ni rutas, como reza el artículo 14 de nuestra Constitución. El protocolo no solo limita el desenvolvimiento de la protesta en sí, sino que también circunscribe la funcionalidad de los medios de comunicación. ¿El motivo o excusa para eso? Asegurar la integridad de los periodistas durante la manifestación.

No es que debamos transgredir las leyes constitucionales, no se trata de desestabilizar un gobierno ni de generar un golpe de estado. Pero sabemos de antemano que la respuesta de los dirigentes a las demandas de los afectados casi siempre es negativa. Si a eso le sumamos un protocolo que limita una manifestación de tal manera que se transforma en una reunión de catarsis comunitaria, la poca y seguramente nula intervención de los medios de prensa para documentar el evento, y una fuerza pública legalmente facultada para repartir bastonazos y gases con toda soltura, el resultado de esa ecuación es la inminente involución del sistema político, judicial y social, para regresar en el tiempo a épocas de persecución ideológica, oscurantismo y autocracia.

No, no estoy siendo conspiranoico, simplemente porque somos bestias de costumbre, y sin darnos cuenta podemos ir perdiendo nuestras garantías y derechos, de a uno por vez. La amenaza implícita es mas urticante que la manifiesta, nos pone mansos y complacientes, y combinada con una interpretación conveniente de las leyes, directamente nos ofusca.

 De la semilla germinada al fruto comestible hay un camino largo. Pero el tiempo y la perseverancia de la naturaleza concluyen en la inevitabilidad de un ciclo predispuesto, un objetivo. La misma dinámica se aplica en casi todos los procesos escalonados de las especies conocidas y, en nuestro caso, no solo en el espectro biológico, sino también en el político y socio-cultural.

Partiendo de esa premisa evolutiva nos concentremos en la revolución, sí, revolución, aunque suene trillado. Sea política, social o cultural, fue y es la generadora de todos los cambios de mayor relevancia en la historia de la humanidad pensante.

La revolución comienza con una sensación de hartazgo o una injusticia, que se vuelve malestar, luego se transforma en queja y al cabo de un tiempo en protesta. Cuando el ruido de dicha protesta repica impertinente en los oídos de la regencia, significa que la fuerza y la voluntad de los demandantes no es algo que se deba tomar a la ligera y, lo que sobreviene, puede generar grandes cambios.

La revolución es una parte de nosotros, es tan natural como la alimentación o la procreación, es algo innato y prevalece en nuestro instinto de supervivencia. No es igual a desorden, no es lo mismo que anarquía o destrucción. No se debe confundir con algo negativo.

La revolución es un camino que se elije en un determinado momento y surge de la protesta, por lo tanto, la protesta misma es sagrada, porque es el indicador más fehaciente de que vivimos con un importante grado de libertad.

La visión que tiene cada uno de una protesta siempre va a diferir, están los que las repudian, están los que las enfervorizan y también los indiferentes. De todas formas, una protesta no se debe menospreciar sea cual fuere, porque si alguien tiene una desazón tan grande que lo empuja a nadar contracorriente, debemos al menos saber el motivo, porque es el mismo río en que nadamos todos.

Acallar las voces de manifestantes porque cortan una calle o avenida es lisa y llanamente un atropello inmoral. Porque no todo piquete o manifestación tiene como premisa ganar privilegios o extorsionar un mandato. El edicto dice que los derechos de uno terminan cuando comienzan los de otro, pero antes se debe establecer qué derechos coartados requieren la atención primaria. Quienes pelean por un sueldo básico, un trabajo digno o igualdad ante la intolerancia definitivamente tienen una necesidad más apremiante que concurrir a tiempo a una reunión, o evitar la molestia de tomar un camino alternativo para llegar a destino.

Y, aunque no existiera un propósito oscuro tras la medida controversial adoptada por el Ministerio de Seguridad, es responsabilidad de todos y cada uno de los ciudadanos cuidar de los derechos ganados por los que antes lucharon contra la desigualdad o la tiranía. Ceder un centímetro esas conquistas es traicionarnos a nosotros mismos para favorecer a los que menos nos tienen en cuenta.

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