Crónicas desafortunadas

Los pasillos del mal

por Francisco Galíndez

No terminaba de tragar el último bocado de mi almuerzo cuando la frase resonó en mis oídos brutal y sin piedad, como una cuchillada en el espinazo en lo mejor de un hermoso sueño. Sabía que ese día iba a llegar pero evitaba cumplir con la perversa obligación, trataba de no pensar en ello, como un convicto condenado a la pena máxima, flemático al inminente destino de sus días.

Hoy vamos al súper. Dispuso mi mujer, recordándome que la tregua con mi falta de compromiso a ese acto había llegado a su fin.

imageLa compra en el supermercado, tormento de tormentos, espacio de tiempo en el limbo del aburrimiento exacerbado. Las esperas insufribles para conquistar un kilo de puchero, la odiosa labor de acomodar perfectamente las cajitas, paquetes y latas dentro del changuito, las sonámbulas idas y vueltas, una y otra vez, por los mismos corredores infernales, las góndolas recargadas con cartelitos de precios y promociones taimadas, y por último… la maldita caja, el final del camino, el tiro de gracia.

Rememoré los momentos más intrépidos de mi vida, durante mi niñez y adolescencia, para rescatar de allí un poco de valor y encarar así la traumática campaña con suficiente fuerza. Con algo de suerte lo conseguí, pero primaba el sentimiento de resignación. Mi mujer ya estaba impaciente, me apuraba sin contemplaciones, y mi hija, lejana a mi amargura, saltaba y gritaba de alegría por ser parte del equipo aventurero que haría la fascinante excursión por el supermercado del terror.

Llegamos a destino en menos tiempo del que yo habría querido, pero ya estaba en el baile, y debía danzar las melodías del aquelarre consumista. Como una broma de mal gusto, la primera impresión reafirmó mis recurrentes pesadillas, el condenado súper estaba repleto de gente. Era de esperar, el congelamiento de precios estipulado por el gobierno traía una desazón de regalo, el combo completo, una de cal y una de arena: el deshonesto desabastecimiento. La gente lo sabía, todos, inclusive mi mujer, razón por la cual me abdujo del apacible momento de digestión para adentrarme en el maligno mundo de las compras del mes.

Comenzamos a recorrer los pasillos de la desdicha, lentamente, con languidez de caracol sobre pavimento caliente. Mi mujer miraba y analizaba los precios, mi hija admiraba y se regocijaba con el infinito universo de productos multicolores. Yo, simplemente guiaba el carrito, tratando de no pensar, enfocando la mirada en el vacío. Los espacios estaban abrumados de compradores, me quitaban la respiración, me sentía como en un ascensor atascado, con la sola compañía de la oscuridad y la incertidumbre.

– Vos encargate de la carne por favor, así ganamos tiempo. Apuntó mi esposa. No puse objeción, cualquier astucia para acelerar los procesos de la compra mensual era bienvenida. En el sector carnicería demoré 47 minutos exactos, mirar el reloj fue indiscutiblemente un acto de masoquismo, pero ¿qué más daba?, las cosas estaban mal desde el principio. Pasé luego junto a la góndola de las galletas y me llamó la atención un factor que seguramente pocos habrían notado, en la bendita lista de los 500 productos con precios regulados figuraban, por ejemplo, 8 paquetes de galletas de la misma marca y con el mismo contenido neto, pero de diferentes sabores. Vale decir que 8 productos de esos 500 en definitiva eran lo mismo. No me sorprendió, la propaganda vs la realidad, las letras chiquitas del contrato leonino, la historia de mi vida.

Al llegar al sector de los lácteos distinguí a mi dama charlando con una conocida, totalmente ajena al caos emocional que yo estaba viviendo. Percibió mi presencia y me miró de reojo, sus risas y gesticulaciones me llevaron, por unos segundos, a pensar que ella era parte de toda una infortunada parodia, como una cámara oculta para un show televisivo. Luego retracté mis ideas conspiranóicas, la incomodidad de la situación me sobrepasaba y la lucidez se escabullía clandestinamente de mis pensamientos.

Tras 148 interminables minutos finalmente llegamos, con mucha dificultad, a completar la escalofriante lista de compras. Esa lista sombría, escrita con incomprensibles jeroglíficos, similares a lenguas muertas de antiguas civilizaciones mediterráneas, y que solamente entendía mi esposa. La inexistente diversidad en las marcas de los víveres fue un ingrediente puntual que desbarató el buen humor de mi pareja. No lo voy a negar, su fastidio generó un cierto deleite en mis adentros, ¿por qué únicamente yo la tenía que pasar mal? Pues bien, solamente restaba pagar, el último obstáculo que se erguía entre la plena felicidad y yo. Avanzamos pues hacia la diabólica caja, y nos situamos al final de la obscena fila de más de 30 clientes que nos antecedían.

Estábamos casi a mitad de camino hacia la caja, armado de bizarría como un auténtico hijo de Irigoyen le informé a mi compañera que llevaría una botella de fernet, para ahogar las penurias ocasionadas por el supermercado y levantar la moral. Ella, sin objeción alguna, me sugirió solamente que no me demore. Es inexplicable la sensación de furia que me abordó cuando me di con que, en los estantes de bebidas, el fernet Branca brillaba por su ausencia. Maldije entre otros a Moreno, Lorenzino, Cristina, Etchegaray y a todas sus respectivas ascendencias. La mala suerte me ponía a prueba. ¿Hasta dónde iba a soportar?

Regresé a la fila cabizbajo, dócil, sin emitir palabra alguna. Mi esposa ya estaba siendo atendida por la cajera. María del Carmen… nombre que perdurará en mis amargos recuerdos hasta el día en que exhale el último de mis alientos, y maldeciré nuevamente. Los productos fueron pasando por el lector de código de barras, sin pausa, con movimientos automatizados que incrementaban aún más la frialdad de la situación, las cifras del led que registraba el costo de la compra aumentaban sin prejuicio ni misericordia, mi hija casi suplicaba por un paquete de caramelos gomita, nunca fueron escuchadas sus peticiones, pobre ángel. Cuando llegó el turno del aceite de girasol el universo de derrumbó sobre su propia masa y estalló en supernova.

Señor, se permite solo una sola botella por cliente. Aclaró la cajera, y retiró la botella del montón, con una insensibilidad de jerarca nazi que me erizó los pelos.

– Señorita, es una botella de 900cm3, el cartelito indica una botella de un litro y medio por persona, yo estoy llevando dos de 900 porque no quedan más de las grandes. Repuse con cierto sarcasmo.
Es política de la empresa Señor, solo una sola botella por cliente. Repitió imperturbable, seria, ganándose todos los malos sentimientos que yo podría albergar en mi corazón.

Ustedes racionan los productos para evitar que los controles adviertan que están desabasteciendo, ¡y eso es exactamente lo que están haciendo!. Agregué mas eufórico, pero ella seguía sin inmutarse, era como una estatua tallada en ébano. La odiaba con todo mi ser. Su mutismo me desbocó por completo, atiné a dar un sonoro golpe sobre el mostrador y un silencio total se adueñó del salón. Dejé en claro que no me movería del lugar hasta que no me permitieran llevar todo lo que había cargado en el carro, mi compañera, por supuesto, deseaba que la tierra se abra en dos para llevarla muy lejos de mí y de la vergüenza a la que estaba siendo sometida.
imageEl personal de seguridad me rodeó en un abrir y cerrar de ojos, silenciosos, furtivos, y en una fracción de segundo los ojos de una veintena de compradores se estacionaron en mí. La preocupación me abordó cuando uno de los uniformados deslizó sutilmente la mano a la cintura, donde se sujetaba inquieta la pérfida cachiporra, ávida de sangre y dolor.

No había observado tal despliegue de personal más que en películas en las que un sujeto grita “¡tengo una bomba!”. El encargado llegó justo a tiempo, antes de que los robustos muchachos de seguridad me arrojaran como bolsa de basura fuera del predio. Intercambió un par de palabras con la maliciosa cajera y finalmente ella pasó la segunda botella por el lector de códigos. Había ganado la contienda, pero a un costo demasiado alto. Al momento de partir de ése infierno sobre la tierra, no solo tenía ganado el resentimiento de la cajera, el encargado, los patovicas y algunos clientes, sino también de mi esposa y mi hija, no por el bochorno del aceite de girasol, sino por los caramelos gomitas que dejaba atrás. Recordé la batalla de Stalingrado.

De camino a casa el cielo comenzó a despejarse, la negrura de las nubes de desvaneció y un cálido rayo de luz solar acarició mi rostro, dándome esperanzas, susurrándome que la pesadilla había terminado, al menos por 30 días más.

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