por Gonzalo Rodríguez y Martín Rodríguez
Lucas tiene catorce años. Gran parte de su vida la vivió entre peleas callejeras, vagabundeos ociosos, escapadas de su hogar y alguna que otra, muy esporádica, asistencia a la escuela. Todos los días miraba la nada sentado en el umbral de una abandonada casa ubicada en una esquina de su olvidado barrio. Pensaba en las oportunidades que la vida le había negado, y en las veces en que la realidad le había maniatado las posibilidades de tomarlas cuando pasaron frente a él; en cómo algunos boicoteaban su futuro alentándolo a seguir en ese presente entumecido e infructuoso; en las promesas que le hicieron, y que antes le hicieran a sus padres, promesas a las que hacía ya tiempo había desenmascarado revelándolas como lo que eran: mentiras.
Entonces, en un segundo, de esos que ocurren solo una vez en la vida, y que aun nadie ha podido descifrar su “por qué” y su “de dónde”, su interior comenzó a bullir. Sintió cada nervio, cada músculo, cada hueso henchirse de una furia maestra, de una ira bienhechora que erguía de forma colosal su cuerpo casi vencido. Se puso de pie y, embravecido pero con rostro sereno, se encaminó decidido a hacer justicia definitiva por mano propia.
Recorrió esas pocas cuadras, con lágrimas en los ojos, casi en el aire, ávido por tomar lo que le correspondía, lo que se le había negado durante tanto tiempo. Llegó, entró, y sin que ni una palabra o sonido pudieran atravesar sus apretados dientes y salir de su boca, descargó una metralla de trompadas indisciplinadas pero potentes, que pronto congregaron a decenas de maravillados curiosos.
El entrenador, acompañado por su mejor pupilo, se acercó hasta algunos metros y sonriendo complacido dijo a su alumno:
– Mirá y aprendé. Ése chango ya es un campeón. Entró, y sin miedo ni piedad nockeó a su pasado, la mala vida y el rencor. Y va por más.
Lucas no tuvo la suerte de nacer en una familia con dinero, ni de asistir a un colegio privado, ni de crecer en un ambiente que no este contaminado por la droga o la violencia. Lucas desde los 8 años tuvo que salir a vender estampitas del Gauchito Gil en la plaza 9 de Julio para poder ayudar a su familia. Pero sin embargo tuvo la valentía de no elegir el camino fácil y salir adelante.
¿Cuántas veces hemos oído la frase «la realidad a veces supera la ficción»? En ésta Salta donde se intenta eliminar las desigualdades parece que es así. La historia de Lucas es similar a la de los 3.500 alumnos que asisten a las 26 Escuelas de Boxeo totalmente gratuitas que se encuentran habilitadas en los barrios más carenciados de la ciudad.
La gestión del actual intendente de la ciudad, Miguel Isa, le dieron un impulso y un aporte fundamental a estas escuelas que dependen de la Secretaría de Acción Social. Miguel Isa aclaró que «las escuelas municipales buscan la inclusión, la vida del deporte y el trabajo».
Las mismas se encuentran totalmente equipadas con un ring con las medidas reglamentarias, peras cielo-tierra y bolsas de boxeo, además, los alumnos cuentan con todo el equipamiento de seguridad, guantes de boxeo, vendaje, protectores inguinales, bucales y cabezales de manera gratuita.
Lo más interesante de este proyecto es que en cada una de las clases hay un equipo de profesionales que buscan insertar a los alumnos en el mundo del boxeo y acompañarlos en el camino de la preparación física, lo cual le da un valor agregado.
Todas las buenas iniciativas merecen un reconocimiento especial por parte de la sociedad. Hay que apoyar estos programas de inclusión social, desde mi punto de vista son importantes, ya que crean herramientas necesarias para los ciudadanos que menos tienen.