Crónicas desafortunadas

Las llamadas del mal

Días de frío, de calor, de frío nuevamente, estos últimos años el tiempo enloqueció siguiendo el ritmo de la psiquis colectiva. Desperté ese día con la esperanza de no tener que vestirme con siete kilos de ropa adicional, pero apenas se deslizó mi brazo fuera de los incontables cobijos de cama que mi mujer usa (ella es extremadamente friolenta), pude notar que la baja temperatura iba a ser el primer desacierto de la jornada. No le di mayor trascendencia, lo importante era arrancar la semana con actitud positiva y triunfadora, buen humor, amable talante y tranquilidad ante todo. ¿El frío? Es pasajero, ya llegará la primavera con todo su esplendor y espíritu renovador, pensé.

Con movimientos matemáticos me dirigí a la cocina para agasajarme con una buena taza de café caliente. Decidí optar por un riquísimo Juan Valdéz, café colombiano de intenso pero amable sabor, de perfume fabuloso, como el cuello de una bella actriz de los años 40 rociado con Chanel Nro 5, regalo de mi santa madre al regreso de su envidiable viaje por tierras noroccidentales de Suramérica. Sorpresa fue la que tuve al no encontrar el tan resguardado paquete, pero eso era algo normal, mi limitada capacidad de hallar cosas en mi propia casa siempre fue uno de los pilares fundamentales de mis problemas maritales. Por esa razón no quise despertar a mi esposa para que me indique las coordenadas correctas de la ubicación de mi tesoro, y opté por beber un insustancial café La Virginia, rápido, sin gala alguna y sin regocijo. Pero no me importó, al día le quedaban varias horas más para mejorar.

Me retiré sin despedirme, para no arrebatarles el sueño a mi pequeña hija y a su madre (ambas caracterizadas por su agudo y volátil humor al despertar), y tomé rumbo hacia mi negocio. Con una media sonrisa dibujada, impecable lucidez y energía como para marcar un record en cualquier maratón olímpica me dispuse a trabajar, apostando a la productividad, poniendo el pecho al país.

De repente apareció un nuevo obstáculo, no tenía señal de internet, herramienta sine qua non para realizar mis actividades laborales. No desesperé, con el sosiego de un monje shaolín me dispuse a generar el reclamo pertinente a la mesa de ayuda telefónica. Como de costumbre, el servicio de atención al cliente estaba saturado, me armé de paciencia y pensé que si bien son la cara (o voz) de la empresa, no son los responsables directos de las falencias del producto, con lo que dejaba de lado el ánimo de entablar una conversación agresiva. Hasta ese momento no había nada que quebrantara mi elevada moral.

Finalmente me atendió una operadora, con una dulce e inocente voz que me hacía imaginar a Alicia en el país de las Maravillas al otro lado del teléfono. Le informé la situación, detallando los pasos que había seguido para llegar a la conclusión de que el inconveniente no era sino del servicio. Me respondió amablemente que, según sus registros, el servicio de internet funcionaba a la perfección, y que por descarte, el problema radicaba en mi computadora. Fue ese atrevido comentario el fósforo que encendió la mecha de la bomba.

Sin abandonar la caballerosidad y la rectitud le comenté que mi labor, con dieciocho años de experiencia, estaba íntimamente relacionada con la informática y las comunicaciones, que tenía vastos conocimientos sobre el tema como para darle razón al desatinado diagnóstico que ella sugería, que mi computadora no tenía falla alguna y que del módem no encendía el maldito led de sincronización, ergo, el problema radicaba en la señal.

Florencia, que con ese nombre se había presentado, al escuchar mi exquisito fundamento técnico, cambió instantáneamente su pueril y armónico tono de voz por el de una conyugue con ataque de celos, casi con el desprecio de un inquisidor medieval me tomó el reclamo, con una falta de voluntad que exasperaba. Pero justo antes de tomar nota del número de trámite (requisito indispensable para que la empresa tome cartas en el asunto) la comunicación se cortó de forma repentina.

Retroceder nunca, rendirse jamás… llamaría nuevamente y todas las veces necesarias hasta lograr mi objetivo, el condenado número de reclamo. Tenía todo el día, toda la semana, toda mi vida para hartarlos con mis llamadas. Pero en uno de los pujos el celular comenzó a resonar, era mi esposa.

-Hola! Hola!… (mal humor percibido)… me escuchás? Necesito que de camino compres… ros… en… ut… y por favor no te olvides de… is…ión…len… p… … … y comprale c… os… as para la gordita (refiriéndose a mi hermosa y dulce hija).

Durante los pocos segundos que duró la oración de mi mujer, intenté decirle que se entrecortaba la llamada y no había entendido lo que me pedía, pero sin lograrlo, la comunicación se cortó,again. Al querer devolverle la llamada, una voz semejante a la de Florencia pero robotizada me informó:

-El celular al que Ud. llama se encuentra apagado o fuera del área de cobertura…

En el segundo intento, la autómata Florencia me respondió:

-El número al que Ud. Llama no pertenece a un abonado en servicio…

Al tercer intento noté que no era la misma voz, se trataba de otra arpía endemoniada, desalmada, también automatizada:

-Lo sentimos, el servicio no está disponible, intente nuevamente más tarde…

Cerraba los ojos e imaginaba a todos los operadores maniatados, encapuchados, tendidos en el suelo frente a mí, y a mi lado, el soberbio Hannibal Lecter, para asesorarme sobre los más retorcidos y sádicos métodos de tortura que permitieran saciar mi furia explosiva y sed de venganza.

La paciencia, a esa altura del partido, era un lujo que no me podía dar, la falta de internet, las tartamudas demandas de mi mujer, las operadoras oligofrénicas y la imagen del café La Virginia, castigaban violentamente mi serenidad y perseguían mi colapso nervioso. Llamé nuevamente a mi esposa, ésta vez me atendió, pero el balbuceo causado por la pésima señal celular me impidió de nuevo comprender su mensaje. Al cabo de tres tentativas logré por fin entablar la conversación con nitidez, pero como si el destino mismo fuese el cuñado de Florencia, la despreciable operadora, confabulados en hacerme pasar un mal día, noté que mi interlocutora estaba enojada conmigo, como si yo fuera el promotor del insostenible mal servicio que proveen las empresas de de la telefonía celular del país. La comunicación se cortó de nuevo, pero ésta vez no me molestó en absoluto.

Llevaba toda la primera media jornada en mi negocio sin poder trabajar, reflexioné sobre la triste dependencia que tenemos algunos seres con la infame tecnología y, aprovechando el tiempo de ocio, me puse a soñar despierto. Me imaginé con una vida diferente, en el campo, cosechando y dando caza a mis propios alimentos, mi niña extasiada con los insectos, flores y animales de corral, mi mujer esperándome en la puerta de la cabaña con una radiante sonrisa dibujada en su cara, detrás de ella, los vapores visibles de suculentos guisados, invitándome al festín del almuerzo cotidiano. Lejos de las metrópolis contaminadas de humo tóxico y codicia, en plena comunión con la madre tierra, fabuloso, fantástico, perfecto… la tranquilidad regresó a mí tras imaginar esa inalcanzable situación.

No leí nunca una mejor historia sobre la venganza que la escrita por el magnífico Stephen King en “El Cadillac de Dolan”. A minutos de espabilarme de mis anhelos campestres, el teléfono comenzó a sonar, cuando atendí mi corazón comenzó a latir más fuerte, se trataba de un vendedor de planes de llamadas de larga distancia que ofrecía la misma y abyecta empresa que me “brindaba” internet. La venganza es un plato que se sirve frio, y fue tal cual, luego de abandonar las llamadas al centro de atención al cliente, mágicamente me llamaron para venderme más de sus defectuosos servicios, oportunidad perfecta para calmar el ansia de revancha que albergaba mi obtuso corazón.

Al finalizar interminable “speech de venta” que el muchacho memorizó con antelación, le mostré gran interés sobre su propuesta, pero recalqué que aceptaría siempre y cuando pudiera solucionar mi problema con internet. Más pronto que volando el eufórico vendedor me derivó a las áreas pertinentes y, tras pocos minutos de espera, logré obtener un número de reclamo. Cuando retomó la comunicación solicitando mis datos para dar de alta al plan, le dije que había cambiado de opinión, y le aseguré una negativa rotunda. Sin si quiera despedirse cortó la llamada. Yo, ancho como mariscal de campo después de lograr una victoria épica, me regocijé hasta el sadismo.

Regresé a casa sin haber podido trabajar, luego de haber contraído todos los músculos abdominales hasta el calambre, de haber soportado tanta indolencia y maltrato, pero con cierta calma en mis pensamientos. Al abrir la puerta, como cobradores de la mafia, me esperaban mi mujer e hija, inquisidoras, expectantes a si había cumplido con las nunca entendidas reclamas. La decepción que percibí en ambas al mostrar las manos vacías me recordó a mi progenitora, durante mi niñez, al recibir yo quince amonestaciones por indisciplina en el séptimo grado, pero no me sentí desahuciado. Pensé en informarles:

-La persona a la que quieren hacer sentir mal se encuentra momentáneamente bajo un agudo estado de estress, intenten nuevamente más tarde.

Me contuve, pero solo porque quería saber el paradero de mi preciado café Juan Valdéz, y tal sarcasmo desvanecería toda posibilidad de averiguarlo. Aún así, cuando le pregunté a mi mujer no obtuve respuesta alguna, la imaginé entonces a Florencia, mirándome a los ojos, sosteniendo con sus dos manos el paquete de café La Virginia, sonriendo.

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