por Gonzalo Rodríguez
Imagínese que usted y su familia viven en su maravilloso hogar, en paz, alegremente, preocupados solo por lo cotidiano, por las pequeñas aflicciones de un hogar que son inherentes a la existencia diaria. Y en este mismo hogar vivieron en tiempos anteriores sus bisabuelos, abuelos y padres, y podría hacer memoria y remontarse a muchísimo tiempo atrás con evocaciones vívidas y presentes que usted atesora, aun con la voz específica de quien se las trasmitió orgullosamente con la deliberada intención de que usted jamás olvide de dónde viene y quién es.
Vive en su hogar -decía- al que usted y su familia han ido embelleciendo, cuidando, amando, y en el cual sienten la honra y el orgullo de la pertenencia, de ser de allí y ser allí.
Pero un mal día se estacionan en la puerta de su casa tres camiones con gente ruda, codiciosa, sin respeto ni moral; ingresan en su hogar violentamente y sin derecho, y “toman posesión” por antojo -avalados por “la ley” de las armas y la fuerza- de todo lo suyo: lo más preciado, lo más apreciado, lo construido, lo amado, lo cuidado, lo respetado, lo venerado, le heredado, lo conseguido y lo aprendido.
Estos intrusos foráneos “reordenan” todo, desechando lo que no tenga valor pecuniario, lo que consideren inservible aun cuando ese “trasto” tenga inmanentemente adjunta su historia y sea en sí mismo un testimonio de quién es usted ,y de quiénes y qué fueron antes que usted. Mucho antes.
Y como una merced, una piedad de sus intrusos, se le permite a usted y su familia habitar un sucucho en los fondos de SU propiedad, sin derecho a queja ni reclamos.
Si pensar en que esto lo enfurecería y despertaría sus reflejos justamente asesinos si le ocurriera a usted, imagine solo por un momento, y trate de dimensionar, lo que sienten aquellos que padecen esto desde hace siglos.
Seguimos negándonos neciamente a reconocer que somos intrusos en estas tierras, malos huéspedes, que pertenecen a los pueblos originarios. Que hemos invadido destructivamente y con saña perversa todo: su cultura, sus creencias, su modo de vida, su paz, su inocencia, su magnífico “dogma” que es tomar de la tierra solo lo necesario, su libertad, y… ¡todo!.
A cambio les hemos impuesto nuestros preceptos de codicia, traición, acaparamiento, sometimiento del otro, irrespeto a lo que no nos gusta o satisface, desprecio por la naturaleza que provee y protege a quienes la preservan, apatía ante el necesitado, soberbia ante el débil: ¡Hasta les trajimos enfermedades nuevas!.
Gracias Dios, su espíritu inmune e invulnerable a la maldad, la injusticia y lo antinatural no ha asimilado nada de esto. La prueba es que han soportado, con estoicidad de mártires, siglos de despojo, maltrato, exterminio, marginación y olvido de los que sobrevivieron a la barbarie “conquistadora” y a los tiempos “civilizadores” posteriores.
Por eso, señora presidenta, no sirve de nada y es hasta afrentoso, si se quiere, que usted los “dignifique” llamándolos pueblos originarios en lugar de indios, si esa dignificación no se concreta en derechos reales.
Si usted declama y enuncia reparaciones históricas que nunca llegan, solo agrega un anecdótico y bochornoso capítulo más a “El relato”. Con el aberrantemente irónico agregado de que mientras usted lo anuncia desde un atril, en primera fila o a su lado, los mismos opresores que los condenan día tras día a seguir viviendo como hace 500 años en cuchitriles de malamuerte aplauden sonrientes y emocionados, como ansiosos por salirse ya mismo de ese acto, y correr a sus provincias a comunicarles alborozados “la buena nueva” a los “hermanos” de los pueblos originarios.
Es una farsa insoportable que pretenda quitar el monumento a Cristóbal Colón, en cumplimiento de una sentencia dictada por usted en la que lo halla culpable de delitos de lesa humanidad y genocidio.
Señora: ese Colón es de bronce o hierro, no sé bien. No hace daño ni perjudica a nadie. “Sopórtelo” aunque más no sea por cortesía a quienes nos lo regalaron, o “tolérelo” tan solo como una obra de arte. Refrene sus ansias iracundas de tomar un mazo y destruirlo en castigo por las atrocidades que perpetró sobre sus “hermanos” de los pueblos originarios.
Pero si su ardor por vindicar a los ancestrales y legítimos dueños de las tierras en que hoy somos, y que usted gobierna, son tan incontenibles que amenazan abrirle el pecho en un grito de justicia secular, entonces proceda. Solo debe girar su cuerpo del atril y allí, sentados detrás y compartiendo actos con usted, encontrará a los genocidas actuales, a los contemporáneos “civilizadores” del garrote, la bala de goma y el desalojo violento. A los intrusos que mantienen sometidos, atemorizados y viviendo en los “fondos” inmundos de sus provincias a los verdaderos dueños de estas tierras.
Hágalo, señora presidenta, nos gustaría más ver un poco de acción antes que escuchar tantas palabras.